La historia reciente de Estados Unidos nos tiene acostumbrados a espectáculos grotescos que, bajo la apariencia de pugnas individuales, esconden verdaderas batallas estructurales por el poder. Tal es el caso del cada vez más agudo enfrentamiento entre el actual presidente Donald Trump y quien fuera uno de sus colaboradores más estratégicos en el ámbito tecnológico: Elon Musk. Lo que se inició como una alianza táctica y estratégica en defensa del “mundo libre” y de la “libertad de expresión” ha terminado en un campo de batalla entre dos proyectos autoritarios en pugna, donde la derecha se desgarra a sí misma en busca de hegemonía.
Trump, viejo caudillo de la política del odio, ha regresado a la Casa Blanca no como redentor de la nación sino como el síntoma más degenerado de su decadencia. No representa una solución, sino el colapso mismo del sistema democrático burgués, reciclado en forma de bonapartismo digital. Musk, por su parte, no es un empresario ilustrado ni un innovador libertario; es el rostro de un nuevo tecnofeudalismo corporativo que aspira a sustituir a la política por algoritmos, y al Estado por plataformas. En este conflicto, no hay víctimas inocentes, sino dos monstruos disputando quién devora primero a los pueblos del mundo.
Cuando Elon Musk —dueño de X (antes Twitter), de Tesla y de parte del ciberespacio que moldea la opinión pública— sugiere ahora que Donald Trump debe ser destituido de la presidencia, no lo hace por razones éticas ni democráticas. Lo hace porque su proyecto de dominación choca con el de Trump. Son dos imperios en curso de colisión: uno desde la vieja política fascista con barniz populista, y otro desde la dictadura digital de los datos y el capital inmaterial. Musk no quiere democracia; quiere el poder total de los códigos fuente y del control mental que se disfraza de “libertad de expresión”.
Ambos comparten la matriz del capital extremo, del desprecio a los débiles, del culto al individuo todopoderoso y de la violencia institucionalizada. Pero ahora sus intereses divergen: Trump necesita masas fanatizadas que griten en mítines; Musk necesita consumidores dependientes que entreguen su alma a la nube. Y como en toda lucha de titanes, la disputa no se resuelve en argumentos, sino en actos de fuerza. La propuesta de destitución lanzada por Musk no es una señal de sensatez republicana, sino una jugada estratégica para eliminar un competidor dentro del ecosistema de la extrema derecha.
Mientras la izquierda aún se debate entre la resistencia y la dispersión, la ultraderecha estadounidense vive su propio cisma: el viejo fascismo reaccionario contra el nuevo absolutismo tecnológico. Se odian, pero se necesitan. Se desprecian, pero se retroalimentan. Y mientras tanto, los pueblos del mundo pagan las consecuencias de este circo imperial que busca distraer, manipular y eternizar la desigualdad.
No podemos tomar partido en esta pelea entre titanes del capital. Nuestra tarea no es elegir entre Trump o Musk. Es organizar, desde abajo, la contraofensiva popular que desenmascare ambos modelos y reconstruya la política sobre nuevas bases éticas, colectivas y emancipadoras.
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