Cada vez que un nuevo papa es elegido, su primer acto público es elegir el nombre con el que será conocido. Este gesto, cargado de simbolismo, no es casualidad: forma parte de una tradición que se remonta al siglo X y que perdura hasta hoy.
Desde el año 955, cuando fue elegido Juan XII, 129 de los 266 pontífices decidieron adoptar un nombre diferente al que recibieron al nacer. Esta práctica puede expresar admiración por papas anteriores, marcar una continuidad o, por el contrario, señalar un nuevo rumbo en la Iglesia.
Por ejemplo, el papa Francisco rompió con siglos de repetición al elegir un nombre nunca antes usado, en homenaje a San Francisco de Asís. Antes de él, Albino Luciani sorprendió en 1978 al elegir un nombre compuesto, Juan Pablo I, en honor a sus dos predecesores inmediatos.
Juan, el nombre más popular entre los papas
De todos los nombres, «Juan» ha sido el favorito: ha sido elegido en 21 ocasiones. Le siguen Gregorio y Benedicto (16 veces cada uno), Clemente (14), Inocencio y León (13 cada uno), y Pío (12).
Aunque el cambio de nombre se hizo común desde el siglo X, el primer papa que lo hizo fue Juan II, en el año 533. Nacido como Mercurio, decidió no usar un nombre pagano al asumir el pontificado.
Sin embargo, no todos siguieron esta práctica. Solo dos papas mantuvieron su nombre de pila: Adriano VI y Marcelo II, en los siglos XVI y XVII.
El nombre prohibido: Pedro
Una regla no escrita pesa sobre todos los cónclaves: nunca usar el nombre Pedro. Aunque no está formalmente prohibido, ningún papa se ha atrevido a igualar el nombre del apóstol a quien Cristo designó como primer líder de la Iglesia.
Según el historiador Joshua McManaway, se trata de una mezcla de humildad y respeto: “Ningún papa quiere compararse con el único elegido directamente por Jesús”.
Así, mientras la tradición permite libertad al elegir el nombre, hay límites que solo la historia y la reverencia pueden imponer.
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