El nuevo año llega sin pedir permiso. Trae despedidas, balances y promesas. Se celebra con mesas compartidas, abrazos sinceros y brindis que repiten deseos antiguos. Es un ritual humano. Necesario.
Recibir el nuevo año en familia sigue siendo el mejor punto de partida. Rodeados de quienes amamos. Con memoria para los ausentes. Con calma. Con gratitud por la estabilidad que, pese a todo, sostiene nuestra vida cotidiana.
Lo que ganamos, lo que perdimos
Cada cierre de año exige honestidad. En la lista de ganancias deberían estar las risas, la ayuda brindada, los gestos solidarios, las veces que elegimos la paz. También los logros simples, esos que no hacen ruido, pero construyen bienestar.
En la otra columna aparecen los errores. Las discusiones sin sentido. El orgullo innecesario. Las palabras que hirieron. Las diferencias que no supimos sanar. Nadie más es responsable de eso. Solo nosotros.
Tal vez el mejor propósito no sea cambiarlo todo, sino cambiar un poco. Darnos tiempo. Cuidar el cuerpo y la mente. Escuchar más. Leer más. Comer mejor. Rodearnos de personas que nos empujan a ser mejores.
Evitar el exceso. El ruido. La apariencia. El gasto sin sentido. Respetar al otro, incluso cuando piensa distinto. Aceptar la diversidad como parte natural de la vida.
El nuevo año no pide gestas heroicas. Pide pequeños ajustes. Actos simples, sostenidos en el tiempo. De ahí nace la tranquilidad que todos buscamos. Esa quietud interior que, al final, es la verdadera riqueza.
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